El
primer recuerdo que tengo de mi abuelo, es el estar en su regazo escuchando
atentamente los cuentos que recitaba. Palabras que salían de su boca y tejían
senderos para mi imaginación. Para la imaginación de todos. Para su imaginación.
Así conocí las aventuras de Palroy Benebén, el niño que escapó de su casa para
convertirse en un rico mercante en la baja África al cual su noble corazón lo
orillaba a gastar su fortuna en la filantropía y que tenía un especial gusto
por promover a la honestidad como la mejor virtud del hombre. También sabía de
memoria la leyenda de “Jaguar” Gil, el bandolero que atracaba en las grandes
ciudades, sólo para acumular un tesoro de proporciones indescriptibles y
enterrarlo bajo la húmeda tierra de su selva natal. Otra historia recurrente,
era la del territorio conocido como Plenaterra; lugar de maravillas
indescriptibles, escondido para las mentes inferiores y sólo accesible para
aquellos sabios que habían logrado liberar a la mente de su prisión corpórea y
se habían fundido con el aire otoñal.
Toda
mi infancia se podría recorrer a través de las historias que el viejo me
contaba. Las palabras que utilizaba, los paisajes que construía en mi mente,
los amigos que imaginaba y las ideas que dibujaba eran influenciadas por él. Todos mis sueños iban acompañados de su mano. Todas mis fotografías eran vistas con su rostro al lado del mío. Las risas y los juegos eran sólo nuestros. Era más que un padre para mí. Éramos uno. Yo
era sus ojos, su boca, sus manos. Yo era su creación.
Mas
llegó el fatídico día en que el niño dejó de ser niño. El imaginante dejó de
imaginar. El dibujante dejó de dibujar. El creyente dejó de creer. Las
historias eran puras patrañas. Tonterías labradas por un viejo que habitaba un
mundo de fantasía, totalmente opuesto al mundo real. Totalmente opuesto a las
mujeres de mi edad. Totalmente opuesto a la popularidad escolar. Totalmente opuesto al sistema que había–supuestamente— que seguir. Mi abuelo era
el retrato de un pasado ilusiorio que quería ocultar. Y la barrera del silencio se
construyó entre los dos.
Cuando
sonaba el teléfono para la tradicional llamada semanal entre el viejo y yo,
pedía a alguien más que le informara mi mentirosa ausencia. Cuando las
reuniones familiares ocurrían en su casa, fingía una mentirosa salida. Cuando
él venía hasta mi hogar, con desfachatez singular, yo argumentaba un mentiroso
malestar físico. Pretextos que mantenían una muralla oral entre el constructor
de cuentos y yo.
Creí
ver el mundo como era. La pura realidad. Tuve una novia de pensamiento nulo. Me reía de los niños
pequeños y destruía sus creencias en individuos que traían regalos para ellos o
que les dejaban dinero a cambio de un poco del calcio de su cuerpo. Reía con
crueldad. Ya ni siquiera iba en pos del sistema impuesto, yo haría mi propio sistema. Me comencé a rodear de gente que detestaba a su familia, odiaban a
sus padres o hermanos. Tenían ideas radicalistas y pensaban que lo mejor sería
no haber existido. Escuchábamos música en la que sólo se gritaba y jurábamos
estar escuchando ángeles mensajeros. Una penumbra ideológica invadía mi
cerebro.
De
mi abuelo, no sabía nada. De mi familia, tampoco. Era un lobo errante. Un perro
que gustaba de vagar solo o, las menos veces, se rodeaba de un grupo de
drogadictos para no pasar tardes de ocio en la absoluta soledad. Qué horrible
es el mundo. Qué lugar tan vil. Cuánta inmundicia. Pobre de ese viejo iluso que
me hacía creer en creaciones fantásticas.
Un
día de octubre, el viejo murió. Para mí, fue un día como cualquier otro. Mi
madre entró en mi habitación desconsolada. Mi música ni siquiera la dejaba
hablar. Con una clara expresión de hartazgo, bajé el volumen de los gritos y
entonces dijo: “mi padre murió”. Luego me abrazó. Respondí con otro abrazo por
más compromiso que convicción. Nada se movió en mí. Aquél hombre que había
significado tanta alegría para mis tiempos infantiles, ahora no me hacía
siquiera expresar una palabra de añoranza. El muerto era yo, pero aún no lo
sabía.
Mi
vida pronto siguió la de los que me rodeaban. El abismo de sustancias llegó sin
remedio. Un torbellino de memorias huecas y pasajes perdidos para siempre.
Historias que jamás serán contadas porque no existen, nadie las recuerda. Son
hechos que nunca ocurrieron, mas que consecuencias tuvieron. Dos de mis más
cercanos “amigos”, fueron encontrados muertos en sus habitaciones. Sobredosis,
dijeron las autoridades. Yo sabía que estaban podridos desde antes. Mi familia
intentó ayudarme lo que pudo. No obstante, los demás no son dueños de tu
persona. No somos una carroza para ser guiada, somos los pilotos de un vehículo
que corre el riesgo de accidentarse a cada metro recorrido. Yo me había salido
del camino hacía mucho tiempo. Mucho, mucho tiempo.
22
diciembres a cuestas. 22 otoños que marcaban mi piel. Sin hogar, ni estudios
concluidos, lo único que me quedaba era la casa de mi abuelos. Ahí pasaba las
noches, mientras mi abuela imploraba a mis padres que trataran de ayudarme a
salir de la bruma. Nunca me ha gustado que sientan lástima por mí. Es un
sentimiento insondable. Preferí la miseria económica a la miseria emocional. Y
escapé. Aunque había sucumbido ante las sustancias nocivas, nunca desarrollé
una real adicción. Algo me cuidaba. Algo me apartaba cuando el tren estaba a
punto de arrollarme.
Un
tren fue, precisamente, lo último que vi antes de aquello. La estación de tren
decía en letras grandes: SOTALER. Me encontraba en un país del sur de África.
Los sucesos que me llevaron hasta dichas latitudes, son tan asombrosos que
merecen ser contados en otra ocasión. El calor inclemente hacía que el cuero de
mis pantalones, se adhiriera a mi piel
con fuerza herculeana. El bullicio de las personas era irritante; siempre lo
es. Los constantes roces con hombros ajenos, los ajetreados caminares entre
mares de gente, todo era habitual e igualmente repudiable para mí. Había
viajado explícitamente, para ver a un cliente de mi fraudulento negocio de
minerales. Era un trato muy favorable para mi economía, pero inversamente
proporcional sería la desgracia del embaucado.
Con
puntualidad casi inglesa, llegué a mi cita. Saludé a mi interlocutor con suma
amabilidad—como buen maestro del engaño— e inicié con mi labia fatal. El hombre
de unos 30 años, dejaba escapar risas a la menor provocación y parecía muy
confiado de que las negociaciones conmigo iban a salir de maravilla.
Al
fin llegó la conclusión de nuestro encuentro. Nos levantamos. Estrechamos manos
y nos dedicamos sonrisas. Como él había estado hablando a nombre de su
empresa—y las prisas con las que inicié a hablar de mi estafa fueron
grandiosas— ni siquiera habíamos tenido la cortesía de intercambiar nombres.
Decía que estaba encantado de conocerme y respondía al nombre de Palroy
Benebén.
Enseguida,
toda mi realidad se desquebrajó. Todas las creencias que había adquirido no
tenían sentido. Mi vida castigadora de la imaginación y promotora de las
desgracias—pues eran lo único real—implosionó en un santiamén. Justo ahí, en la
baja África, viendo a Palroy Benebén alejándose a la distancia, derramé
lágrimas por un viejo que hacía mucho tiempo, me había contado la vida de este
hombre, Benebén, y que, sin ninguna explicación lógica, sus palabras habían
sido capaces de crear una realidad más que real que la mía. Una realidad hecha
por él. Él era un creador.
Jamás he vuelto a mentir, pues Palroy Benebén siempre dijo que la honestidad es la mejor
de las virtudes y quién soy yo para corregir al más filántropo y más rico de
toda la baja África. Ahora siempre recuerdo a ese viejo mago, capaz de dar vida
a personajes tan sólo con su lengua, a ese labrador de realidades que dedicó
una parte de su vida a mí, a enseñarme las cosas que son buenas, ese hombre que, con su legado, incluso fue capaz de resucitar a un muerto como yo y al que tuve el enorme placer de llamar abuelo.