Una canción vieja suena en
la radio. Reza algo acerca de la víspera de la destrucción. Es sesentera. Desde
hace tanto tiempo atrás que deliramos con el fin. El inmanente desenlace de
nuestro existir. Pareciera que algunos claman para que suceda ya mismo. En unas
horas. En un segundo. Y en el horizonte cercano —y a la vez tan lejano— siempre
existe un indicio de que el apocalíptico final se acerca cada vez más. No puede
haber otra manera. Todo lo que comienza —dicen por ah í—
tiene que terminar. ¿Quién dicta la regla? No me vengan con sus cuentos acerca
de deidades omnipotentes. ¿De verdad, hay una regla —un tiempo preciso y
contabilizado para que la humanidad desaparezca? ¿Por qué?
El café sobre mi mesa —de
lo frío— ya está casi intomable. Una abominación, diría mi anciana madre. Ella
siempre lo toma hirviendo, Si no me quema la lengua, no es buen café, dice. Y aunque
sea un sobrecito de Nescafé que le dan en cualquier tienda de la esquina o en
una cafetería cualquiera, mi madre piensa que si su lengua sufre, entonces el
café viene de la mejor cosecha cordobeña. Siempre he pensado que si el mundo se
queda sin café, se desataría el caos. Es la droga más aceptada y difundida. Es
la droga que necesito en estos momentos y para mi desgracia, la dosis necesaria
yace helada sobre mi escritorio. Qué desventuras. Siempre me pasa lo mismo.
Ahora se presenta ante mí una encrucijada gracias a la que, pase lo que pase,
siempre termino pensando lo mismo. De niño odiaba el café. Era el amargo pesar
que atravesaba mi garganta a la fuerza. Porque un buen trago, decía mi madre, me
vendría bien antes de la escuela. ¿Qué pasaría si siguiera detestando el café?
Esta encrucijada no se me presentaría. No tendría que decidir entre terminar lo
que sea que haga o pararme a recalentar mi taza de cerámica. Entonces, por
alguna razón, pienso en la teoría del caos. Y las mariposas invaden mi cabeza.
Si ese frágil bicho puede generar un tornado, cualquier ser humano puede
generar lo que se proponga, me digo a mí mismo, como si mis palabras salieran
de algún gurú de los clubes de optimismo. La risa es incontenible, pero la debo
retener. Sólo río para mis adentros. En este lugar es necesario tener mesura. Y
así lo hago. Siempre hago lo necesario para transcurrir sin problemas y
espero seguir así.
La canción del intérprete
con la voz rasposa, que dictamina que estamos en la víspera de la destrucción,
ha terminado. Qué lástima. Me encanta esa canción. Mi taza vuelve a echar vapor
al ambiente de la oficina y mis dedos regresan al teclado, que ahora luce una
mancha ocre en el lugar donde una gota de mi droga favorita cayó hace algunos
segundos. Y ahora ya no hay excusas. Mi café está caliente, como mi mamá me
enseñó. La distractora melodía apocalíptica ha finalizado, pero mi hoja de Word
sigue en blanco. La inspiración es una puta y de las caras. Viene cuando quiere
y se larga con desdén. Ocasiona hasta que palabras altisonantes broten de mi
ser. Yo siendo tan bien educadito, como dirían mis tías. Pendeja. Aparece ya.
La angustia tan terrible de la que alguna vez habló Kierkegaard, ahora adquiere
corporeidad en mi ser. El frío sudor comienza a pulular de los poros y los
dedos luchan por asfixiarse unos a otros. Manos nerviosas siempre he tenido. El
reloj de la pared no ayuda. Crea esa atmósfera de tensión tan cliché, que en
todas las películas chafas se ve como indispensable para que la acción fluya. Tal
vez el individuo que “decoró” la oficina, pensó que algún día, un personaje en
mis penosas circunstancias se encontraría tan concentrado y atareado, que el
reloj generaría en él la misma desesperación que tan mal ejemplifican los
actores de las pésimas producciones cinematográficas. O tal vez sólo me excuso
en mis pensamientos para no hacer mi deber. Tal vez sólo no sé qué escribir.
Tic-tac, hace el reloj.
Como las pastillitas blancas que crean adicción. Es un genio —su inventor.
Tienen el balance perfecto de azúcar y mentol. Un prodigio de los tiempos
modernos. Es más, iré por unas a la tiendita de abajo. Total, mi café ya se
enfrió por segunda vez y, la verdad, ni ganas tengo de tomarlo. Los dulces
suenan como la mejor alternativa a mi bloqueo creativo. Una excusa más conmigo
mismo, qué importa. Alzo los brazos para estirar mis músculos poco trabajados y
bostezo inevitablemente. La cafeína faltante ya cobra estragos a mi organismo.
Me incorporo de la silla con rueditas y palpo mi cartera en el bolsillo trasero
de mi pantalón. Con las llaves en el delantero y el capital en la retaguardia,
salgo de la jaula en donde mis ideas no fluyen como deberían.
El aire matutino me pega
de lleno en la cara y es inevitable sonreír. Quizá sólo necesito ver el mundo
para encontrar inspiración para el maldito texto que me pidieron. La tienda
está a una cuadra exacta del edificio en donde se encuentra mi lugar de
trabajo. Es un trayecto que siempre hago, casi maquinalmente. Pero esta vez,
intento esforzarme en apreciar las nimiedades que me ofrece la existencia. Otra
vez con la visión optimista que hace que me cague de risa por dentro. Pero sin
importarme, comienzo a percibir. Al momento en que el canto de un tórtolo me
suena como el que Nezahualcóyotl describe como cuatrocientas voces en todos los
billetes de 100 pesos, un rostro carcomido por un acné que despareció hace
muchos años aparece ante mis ojos. Es un poco más bajo que yo. Su boca destila
un hedor a alcohol y bacterias almacenadas. Lleva una sudadera que en otro tiempo
fue negra, con gorrito, sucia, muy sucia y con restos de ramitas y hojas como
las que se adhieren a tu ropa cuando te recuestas en el pasto. Pareciera que
llora, pero estoy seguro que sus ojos presentan los estragos de alguna
sustancia, no el vestigio de dolor o tristeza. Lleva la mano en el pants
holgado y descolorido como su sudadera. No sé si la descripción que pasa por mi
mente se debe a mi reciente estado optimista, o si siempre que me cruzo con
alguien puedo hacer este ejercicio de reconocimiento ajeno. No ha pasado ni
medio minuto, cuando espeta la primera palabra. Dame todo lo que cargues, puto,
dice la boca hecha de alcohol. Es algo raro. Siempre me la pasé encerrado.
Saliendo pocas veces sin arriesgarme al vasto exterior. Pero es curioso cómo el
peligro llega a cualquier parte, sin importar lo poco aventurero que seas.
Quizá fue esa inexperiencia la que me hizo evadir su petición. Pérame tantito,
le dije, ¿qué quieres? Una pregunta tan estúpida osó salir de mi boca deseosa
de azúcar y mentol. Que saques todo lo cargues, puto, ¿no me oíste?, dijo —y
con razón. Un minuto, dos o una hora. Se pasan igual. El instante es infinito.
No sé si este personaje había asaltado otras veces, o si era la primera vez y
al no tener contemplado el movimiento para sacar “todo lo que cargaba”,
reaccionó de mala manera, pues cuando me llevé la mano al bolsillo trasero del
pantalón, soltó el navajazo a mi cuello.
No me pregunten de los factores
científicos que sucedieron al corte en mi cogote, pero sólo tardé unos segundos
en apagarme. En ésos histéricos momentos antes de bajar el telón, mi bestial optimismo
recién adquirido me llevó a pensar que, por lo menos así, ya no me tenía que
preocupar por escribir nada, aunque ahora no reí para mis adentros, sólo
suspiré. Y justo un instante antes de partir para siempre, con el estertor
final sucediendo irremediablemente, vino a mi mente la voz rasposa de la
canción sesentera que tanta razón tenía. Mas ya no estaba en la víspera, sino que la propia destrucción me había llegado y, lamentablemente, no había podido terminar el texto que no fluía y que ahora —en medio de la incertidumbre— me parecía que pude haber escrito cientos y cientos de páginas. ¿Y qué pasaría si no hubiera deseado azúcar y mentol? La probable e inservible conclusión nunca llegó, pues justo cuando mi mente la tejía, las alas de una caótica mariposa cernieron su oscuridad sobre mí.